El mito de los pobres vagos

Por Martín Trombetta*

La mayoría de los países, especialmente los menos desarrollados, implementaron en las últimas décadas políticas de transferencia de ingresos del Estado a los hogares pobres o menos favorecidos. En Argentina, el ejemplo más saliente es la Asignación Universal por Hijo (AUH), que de hecho es el programa de transferencias de ingresos más grande de América Latina en términos macroeconómicos. Estos programas persiguen como objetivo principal la reducción de la pobreza, aunque existe amplia evidencia de que también tienen otros efectos beneficiosos, como la reducción de la desigualdad, el aumento de la matrícula escolar en niños y jóvenes, mejoras en ciertos indicadores de salud y otros tantos.

Sin embargo, muchas personas critican estas políticas ya que sostienen que incentivan a los pobres a no buscar trabajo (o a dejar trabajos que ya tienen), generando de esta manera “pobres vagos” a los que habrá que mantener indefinidamente usando fondos fiscales. Esta idea está muy difundida, al punto de que se la puede escuchar cualquier día prendiendo la televisión en el primer programa periodístico que uno elija. Allí, seguramente, un panel integrado por personas que no tienen la formación adecuada para evaluar políticas públicas, o que directamente no tienen ninguna formación, dirá esto varias veces y de muchas maneras distintas, siempre recurriendo a un nutrido caudal de anécdotas personales incomprobables (del tipo “mi primo Tito desde que cobra el plan no trabaja más”) y descalificaciones de todo tipo, muy valiosas, por supuesto, sobre todo si tenemos en cuenta que provienen de ricos que se arrogan el derecho de juzgar a los pobres por televisión.

Discutiendo se entiende la gente: panelistas alcanzan consensos sobre los planes sociales, el bosón de Higgs, el carácter antropogénico del calentamiento global y las posibilidades de Argentina de ganar el Mundial de Rusia.

Muchos creen que se trata de un debate del orden moral y así aspiran a decretar, en base a su propia convicción moral de lo que es bueno o malo, cuál debería ser el futuro de la política pública. Otros, en cambio, consideran el debate estrictamente político y entonces se sienten libres de afirmar que las cosas son de una u otra manera en función del hecho de que ellos profesan tal o cual ideología. Ambos se equivocan. El debate es científico. Y no solo científico: es un debate empírico, en el cual la única verdad está en los datos. Entonces, una buena idea, antes de proclamar a los cuatro vientos que los pobres son vagos que eligen un plan social en lugar de trabajar, es analizar los datos, tarea que no es sencilla pero a la que, afortunadamente, cada vez se dedica más gente.
El análisis de impacto de las políticas públicas es un campo de investigación económica que ha crecido mucho en las últimas décadas, por varias razones. En primer lugar, porque cada vez hay más políticas de este tipo para analizar. En segundo lugar, porque cada vez hay mejores técnicas estadísticas para hacerlo. Y, una razón no menor, porque cada vez está más instalada la necesidad política de hacerlo. Entonces, ¿qué tienen para decir los economistas especializados sobre este asunto? ¿Es verdad que las transferencias de ingresos desincentivan el trabajo? Lo cierto es que, como suele ocurrir, no es posible hablar hoy de un consenso total. Pero hay síntomas de que no estamos lejos de alcanzarlo. Síntomas como un trabajo reciente escrito por 3 economistas del MIT (Gabriel Kreindler, Benjamin Olken y Abhijit Banerjee) y una de Harvard (Rema Hanna), dos de las mejores universidades del mundo (en economía al menos), titulado “Desmintiendo el estereotipo del vago que cobra planes sociales”. No hay demasiado lugar para las ambigüedades…

El objetivo de esta gente es analizar programas de transferencias de ingresos en muchos países y momentos del tiempo diferentes para determinar si existe el “efecto desincentivo al trabajo” o no. El problema es que hacer esto no es fácil. Resulta que no se puede agarrar y comparar, así como viene, a gente que recibe transferencias con gente que no. Desde un punto de vista estadístico, esa comparación está viciada porque los grupos son estructuralmente diferentes. Entonces, para poder efectuar una comparación, es necesario que la base de datos utilizada para el análisis tenga una determinada estructura, como para estar seguros de que estamos comparando peras con peras y no peras con manzanas. Lamentablemente, una base de este tipo no siempre está disponible. Por ejemplo, en Argentina no contamos con una base que permita llevar a cabo un “análisis fino” del efecto de programas como la AUH.

Lo que estos autores hicieron es tomarse el trabajo de recopilar todos los casos en que tal análisis sí es posible y así fue que dieron con las bases de datos correspondientes a siete programas de transferencias distintos de países en desarrollo, en diferentes momentos del tiempo y lugares del mundo. A continuación, aplicaron técnicas estadísticas modernas para intentar detectar y medir el famoso efecto desincentivo. Los resultados son categóricos: el efecto no existe. No es cierto que los pobres dejen de buscar empleo porque reciban transferencias públicas.

Ningún científico serio cree que alcance con un artículo de 20 o 30 páginas para establecer una verdad absoluta, universal e inamovible en el tiempo. De hecho, una condición elemental para la publicación de trabajos científicos es que estos deben interactuar con el resto de la literatura existente. El trabajo de Kreindler, Olken, Banerjee y Hanna cita otros antecedentes similares que llegan a la misma conclusión; la novedad que introducen estos autores es la calidad de las técnicas utilizadas y el amplio alcance de los resultados (ya que analizar siete casos distintos en una misma investigación no es algo muy común).

Seguramente habrá algunos científicos que, en esos momentos del día en que dejan de pensar como científicos y prenden la televisión, continúen creyendo que el efecto desincentivo existe. Pero la creencia, en ciencia, tiene patas cortas, y conforme siga apareciendo evidencia de este tipo, el consenso será cada vez mayor. Esperemos que, poco a poco, pase lo mismo con el público general: va siendo hora de que las opiniones infundadas de los panelistas televisivos sean reemplazadas por aquello que tienen para decir los que saben del tema.

Bibliografía

https://economics.mit.edu/files/10861.

 

 * Economista, profesor e investigador en la Universidad Nacional de General Sarmiento. Defensor rústico, trosko e hincha de River.