No sólo de los barcos

Por Mónica Alabart*

Nosotros, los mexicanos, descendemos de los aztecas; ustedes los argentinos descienden de los barcos”

Carlos Fuentes, entrevista con Revista Ñ

Hasta fechas recientes, los argentinos nos hemos visto a nosotros mismos como un pueblo blanco construido a partir de una variedad de raíces europeas integradas armoniosamente en una unidad nacional. La certeza acerca de nuestros orígenes europeos nos convirtió en diferentes y únicos en el contexto de una América Latina mestiza conformada por el aporte visible de pueblos indígenas y africanos.  

¿Cuál fue el punto de partida de esa construcción identitaria?

Si bien las construcciones sobre los orígenes de la identidad de los pueblos tienden a legitimarse buscando sus raíces en un pasado remoto, el punto de partida de que la Argentina era un país blanco y de origen europeo fue fundamentado documentalmente por los primeros censos nacionales que se realizaron en 1865 y 1895.

Los censos tuvieron la función de suministrar una imagen de la nación contribuyendo a definir las características de los habitantes de cada estado nacional, características que eran a la vez “reales” -es decir, emergentes de datos producidos mediante la aplicación de criterios estrictos de medición- e “imaginadas”, ya que nacían de un proceso de selección y de omisión previo. Así, en nuestros primeros censos nacionales hubo dos bloqueos de captación, porque no se incorporaron las dimensiones raciales ni las dimensiones étnicas. Esta omisión se fundamentaba en los principios liberales difundidos desde la Revolución de Mayo, que postulaban acabar con las distinciones socio-raciales y estamentales de la sociedad colonial, al mismo tiempo que en un minimalismo metodológico de acuerdo al cual los censistas consideraban necesario relevar solamente aquellas dimensiones que pudieran dar datos confiables.

La no incorporación de preguntas relativas a dimensiones raciales supuso una ruptura radical con respecto a los relevamientos censales del período colonial basados en categorías como blanco, negro, mestizo, mulato, pardo, indio, etc.  No se incorporaron preguntas relativas al color de piel por argumentos técnicos, tales como la dificultad de medición de esa variable, pero también por razones ideológicas nacidas de la convicción de la pronta desaparición de los grupos no blancos. Las elites dirigentes del siglo XIX pensaban que no era necesario preguntar sobre el componente racial ya que las poblaciones indígena y negra, a las que consideraban culturalmente inferiores, se mezclarían con la población blanca y terminaría produciéndose un proceso de “blanqueamiento” de la sociedad. De esta manera, los primeros censos nacionales de 1869 y 1895 articularon un minimalismo metodológico, pertinente en términos de las dificultades de medición, “con una interpretación socio-histórica racista basada en una escala jerárquica y evolucionista de los grupos presentes en el país” (Otero 2007: 164)   

Los primeros censos nacionales expresaban esa matriz socio-histórica racista en estos términos:

El viejo asunto de los indios, no es tal cuestión de indios es cuestión de DESIERTO. El indio argentino, por si, es tal vez el enemigo más débil y menos temible de la civilización: bárbaro, supersticioso, vicioso, desnudo, tiene hasta un enemigo en el arma que lleva. (…) Suprimid el desierto; este desierto que por todas partes se entromete y nos comprende, ligándose casi con las orillas en las ciudades, y el indio, como el montonero, desaparecerán sin más esfuerzo” (Primer Censo de la República Argentina, 1869: Pág. LIV- LV)

Luego de las llamadas Conquistas al Desierto (Patagonia y Chaco):

La población india marcha rápidamente a su desaparición, ya sea por confundirse con la civilizada o porque los claros que deja la muerte no alcanzan a ser llenados por las nuevas generaciones. (…) Todo induce a creer que la población no sometida al imperio de la civilización habrá desaparecido en absoluto o estará próxima a ello dentro de un periodo muy breve” (Segundo Censo Nacional, 1895: tomo II, Pág. I).

 

Otro elemento importante de la imagen censal de la nación construida en el siglo XIX se relaciona con la medición de la población “nativa” y “extranjera”, un tema crucial en nuestro país ya que las elites dirigentes cifraban la expansión demográfica en la llegada de inmigrantes. La medición era más sencilla, la nacionalidad y el lugar de nacimiento ofrecía menos controversias que el color de piel o las características étnico-culturales. Los extranjeros eran los nacidos en otros estados, quienes podían, cumpliendo determinados requisitos, devenir argentinos por naturalización. La medición de la población nativa admitía mayores alternativas porque podía desglosarse en subcategorías, tal como el origen de los ancestros, que no se tuvieron en cuenta.

De esta manera los primeros censos nacionales no solo midieron la realidad del período, sino que también proyectaron hacia el futuro una genealogía de la nación argentina: un país blanco de origen europeo con débiles colectivos indígenas en vía de desaparición y una sociedad caracterizada por la rápida integración de todos sus componentes. Pero la población indígena de nuestro país no se extinguió. La historiadora Mónica Quijada plantea que el mito de la “nación blanca” se fundó tanto en la negación de la presencia indígena, como en el convencimiento colectivo de su desaparición por la conquista militar luego de la Campaña al “Desierto”.

Esta imagen del país como una “nación blanca” tuvo un éxito considerable durante más de un siglo y sólo ha comenzado a ser modificada a partir de la lucha y la reemergencia de los pueblos originarios. El censo poblacional del año 2000 reconoció por primera vez la existencia de comunidades indígenas en el territorio nacional, al mismo tiempo que incluyó la pregunta sobre la pertenencia del individuo censado a una identidad aborigen. En base a su información y a los datos aportados por el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, se estima que la población aborigen de nuestro país está compuesta por más de un millón de personas.  Esto implica no sólo que se mantuvo, sino que la población indígena creció notablemente con respecto a la del  siglo XIX (que se calcula era de alrededor de medio millón de personas antes de la independencia).

Entre los censos de 1895 y el 2000 se extiende la historia de más de un siglo de negación de la presencia indígena como componente de la nación argentina, un tiempo en que el imaginario colectivo asumió el mito de la Argentina como un país de blancos y cultura europea.

 

* Es profesora y Licenciada en Historia por la Universidad Nacional de Córdoba. Investigadora Docente en la Universidad Nacional de General Sarmiento, donde dicta la materia Historia Latinoamericana I. Es, además, ayudante de Trabajos Prácticos regular en la materia Historia Social Latinoamericana en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Se especializa en historia social y política de Latinoamérica durante el siglo XIX.