El poder de la selección natural
Por Matías Pandolfi*
El sentido común muchas veces lleva a interpretar el proceso evolutivo como una forma de progreso. Desde esta perspectiva se suele creer, equivocadamente, que se trata de un camino unidireccional, orientado por una suerte de diseño inteligente subyacente, que llevaría a las especies a “superarse” a lo largo de la historia y a devenir “mejores”. Pero la evolución no es progreso sino cambio: lo que fue conveniente en algún momento de la historia evolutiva de una especie puede dejar de serlo en otro. Junto con este mito, existe también la idea de que la evolución es un proceso que requiere de miles de años para que puedan apreciarse sus resultados concretos. Aunque esto puede ser verdadero en líneas generales, es cada vez mayor la evidencia de que en algunas especies pueden ocurrir procesos evolutivos significativos en muy pocas generaciones y mucho más rápido de lo que se cree.
Esto ha quedado de manifiesto de forma contundente en una investigación publicada en la revista Proceedings of Royal Society, que ha explorado cómo el proceso evolutivo puede tener resultados visibles en una escala de tiempo muy corta (cien años). Aunque el título del artículo proponga un enigma que no resulta especialmente atractivo a los ojos del profano (“¿Cómo pudieron aparecer carpas completamente cubiertas de escamas en las aguas de Madagascar?”), esconde una historia evolutiva preciosa que nos permite ver a la selección natural actuando en escalas de tiempo asequibles para nosotros, los humanos.
La carpa común (Cyprinuscarpio) es un pez de agua dulce que ha sido introducido en todos los continentes a excepción de la Antártida. Es una especie nativa de cuerpos de aguas estancadas o lentas de las regiones templadas de Europa y Asia, muy popular para la pesca: en algunos países de Europa del Este, de hecho, suele ser un plato tradicional del día de Nochebuena. También es bastante conocida la variedad carpa koi, una colorida versión ornamental doméstica originaria de Asia Oriental que decora estanques y peceras en todo el mundo. Pero además de ser rica y linda, la carpa tiene otra característica menos amigable. Es voraz. Muy voraz. Tan voraz que está incluida en la lista de las 100 especies exóticas invasoras más dañinas del mundo de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, junto con las percas, las truchas y las tilapias. Su capacidad de daño en los ecosistemas que invade es muy grande debido a que tiene una tasa de fecundidad muy alta, un rápido crecimiento, una dieta muy variada y una gran resistencia al frío, al calor, a la contaminación y a los cambios en la salinidad del agua. Por lo tanto, como muchas otras especies exóticas, se convierte en una gran competidora de las especies nativas, a las que puede incluso desplazar.
Como la mayoría de los peces, las carpas tienen el cuerpo cubierto de escamas, esto es, de pequeñas placas óseas que se ubican entre la pared muscular y la piel de los animales y que sirven, básicamente, de protección. Hace cientos de años, los monjes medievales europeos, sin sospechar ni siquiera cómo funcionaba la herencia pero con paciencia y tiempo para experimentar y cruzar ejemplares a piacere (recordemos, algunos siglos después, a Mendel, a quien ya se le dedicará una nota en este blog), lograron, a través de la selección artificial, criar carpas con escamas sumamente pequeñas, lo cual resultaba muy conveniente para facilitar la limpieza y cocción del animal. Debido a su forma y a la textura de su piel reducida en escamas, se denominó a esta variedad artificial “carpa espejo”. Algunos ejemplares de estos peces fueron introducidos para estimular la pesca deportiva en lagos de Madagascar en el año 1912, cuando no existía en esa región ninguna otra variedad de carpa. Obviamente, por sus características de especie plaga, la carpa espejo rápidamente se dispersó por toda la isla africana.
Pero ocurrió algo llamativo. Desde 1950 comenzó a acumularse evidencia de que algunos descendientes de las carpas espejo de Madagascar estaban teniendo nuevamente escamas en todo su cuerpo. Los investigadores estudiaron entonces 700 individuos -entre cultivados y salvajes- y analizaron su cantidad de escamas y su patrón genético. Casi todos los individuos cultivados analizados correspondieron a la variedad carpa espejo, lo cual es razonable teniendo en cuenta que se reprodujeron entre sí y no tuvieron mayores desafíos naturales que los que les oponía el espacio controlado en que eran criadas. Sin embargo, más del 65% de las carpas colectadas en la naturaleza, que eran necesariamente descendientes de las carpas espejo sembradas en 1912, tenía su cuerpo totalmente cubierto de escamas. Lo curioso de los resultados fue que si bien las carpas habían recuperado sus escamas, la mutación que había generado la pérdida originalmente seguía presente en sus genes. Esto indicaría que las carpas sembradas en Madagascar, a lo largo de menos de 100 años –lo que equivale a unas 40 generaciones de carpas– recuperaron sus escamas a través de un grupo diferente de genes que aquellos que habían significado la pérdida gracias a la cría artificial, puramente empírica y tentativa, de los monjes medievales.
¿Qué nos enseña esto? En primer lugar, que la presión del medio natural ha sido muy fuerte para las carpas espejo que se encontraban en desventaja, ya que las escamas las protegen de predadores y parásitos. En segundo lugar, que la selección natural, esa fuerza maravillosa que describió Darwin, puede operar en escalas de tiempo bastante más cortas de lo que se cree y poner en jaque rápidamente los intentos humanos de seleccionar artificialmente determinados rasgos. Pero además, y esto es acaso lo más importante, que la evolución es un proceso reversible, que lo que fue seleccionado positivamente en un momento puede ser una gran desventaja en otro y que, por eso, convendría ser cautos a la hora de pensar nuestro propio lugar en la historia evolutiva del planeta.
Bibliografía
http://rspb.royalsocietypublishing.org/content/283/1837/20160945
https://portals.iucn.org/library/sites/library/files/documents/2000-126-Es.pdf
Es Doctor en Ciencias Biológicas y se especializa en comportamiento y reproducción de peces. Es Investigador Independiente de Conicet y Profesor de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (UBA).